Cuando la palabra pandemia no existía en nuestro vocabulario habitual, el problema de las grandes ciudades turísticas era la gentrificación. Un vocablo acuñado en 1964 por la socióloga inglesa Ruth Glass que se refiere al vínculo de las urbes con sus habitantes.
En la segunda década de este siglo, una de las caras de la gentrificación explotó con la invasión de visitantes que recibieron destinos tales como Venecia, Nueva York y Roma, por citar algunos. Muy positivo en términos económicos, pero que fueron haciendo dificultoso el día a día de sus residentes, obligando a muchos a emigrar a los suburbios ante el desmedido aumento de los alquileres, motorizado por la mayor rentabilidad de las rentas temporales ofrecida por plataformas como Airbnb.
Una de las urbes que más sufrió con el impacto turístico desmedido fue Venecia, que llegó a recibir unos 30 millones de viajeros al año. Era imposible caminar tranquilo por la plaza de San Marcos, por ejemplo. Una situación límite que impulsó a la Unesco a amenazar con quitarle a la ciudad el título de Patrimonio de la Humanidad si sus gobernantes no se esforzaban por ponerle un límite a tamaño descontrol.
Hoy, Covid mediante, los venecianos disfrutan de calles pulcras y de canales con aguas más limpias, pero por otro lado más de la mitad de los hoteles están cerrados y en los restaurantes son más las mesas vacías que las ocupadas. Paradojas de la vida.
Un fenómeno similar acontece en muchas otras comunidades, antes quejosas por el exceso de visitantes y que ahora quieren volver a una normalidad más equilibrada y sustentable.
Venecia, bajo control
Siguiendo con el ejemplo de Venecia, fue montado un centro de control de última generación que permite rastrear con cámaras los desplazamientos de la gente, al tiempo que se autorizó una tasa de entre 3 y 10 euros para los visitantes que no pernocten. Este impuesto debió arrancar en julio de 2020, pero la pandemia llevó a imponerlo a partir del mismo mes del año entrante. Los días con menor movimiento serán los más baratos.
Además, se aprobó un decreto que alejará de manera progresiva a los gigantescos cruceros que afeaban el casco histórico y que con el oleaje erosionaban los cimientos de las construcciones. En una primera etapa recalarán en el puerto industrial de la cercana comunidad de Marghera, en tierra firme. Existe un proyecto para construir una terminal especial en las afueras, pero al momento poco se sabe.
Lo cierto es que el Covid nos cambió la vida. Es de esperar que para las ciudades turísticas sea para bien.
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